miércoles, 18 de septiembre de 2013

Take me home

Suena en la radio una vieja canción de John Denver, y se balancea al son mientras sirve otro café, y vuelve a llenar la cafetera. Da al botón de encender, y se gira a atender más pedidos. Sonríe a los dos hombres que están acabándose sus tortitas con sirope y les pregunta si desean tomar algo más. 'Take me home, to the place I belong', dice la canción. Y sonríe pensando en lo que fue su casa. En esa pequeña ciudad de otro continente que dejó atrás. Fue hace unos años cuando decidió irse y probar suerte en otra parte. Con un montón de títulos que no le dieron las oportunidades que deseaba, porque al fin y al cabo, lo que importa es ser feliz. Hizo las maletas, y se fue. Y después de vagar y conocer viejas rutas y camas de motel, acabó haciéndose un hueco en esa cafetería de carretera, sirviendo cafés y olvidándose de todo lo que tuvo antes.

Podría no parecerlo, pero son los caminos que recorremos los que nos hacen cambiar. Y dejó atrás las universidades y los cultismos, pero aprendió lo que es verdaderamente importante: que la vida viaja más lejos que todo lo demás. Que la belleza está en todas partes, y que la poesía pierde su esencia cuando se la escribe. Que como mejor se hace es en cuerpos y en la lluvia de marzo. Que casa puede ser cualquier parte y que la esperanza es lo último que se pierde. Que cualquier desierto, por árido que sea, esconde vida y que se tiene más cuando menos se aprisiona.

Sin dejar de bailar vuelve detrás de la barra y se suelta el recogido por el camino. No lo suele hacer, pero lleva sin cortarse el pelo mucho tiempo, y asoman algunas canas entre su cabello castaño, que no volvió a teñirse. También tiene varias tímidas arrugas en la frente, y manchas de sol desperdigadas por su rostro.

-Eh, cielo, ¿vienes esta noche a bailar conmigo al Phoenix?
-No, Tim, hoy presiento que tendré otros planes...
-¿De qué hablas?
-No sé, tengo un presentimiento... pero se lo puedes preguntar a Jolene, hace una semana que dejó a aquel camionero suyo, igual le apetece salir contigo- contesta mientras el llamado Tim va detrás de la otra camarera al otro lado del bar. Ella, sonriendo y suspirando a la vez, condescendiente, vuelve a su tarea. Aprovecha que no hay ningún cliente sin atender, y sale a recoger unas cosas al almacén. Cuando regresa y termina de colocar la leche y los gofres precocinados, se levanta y ve a alguien nuevo sentado en la barra. Es una mujer, con las gafas de sol puestas.

-Dime, cielo.
-Mmmm, una cerveza, ¿qué me recomiendas?
-¿A estas horas? Un café solo.
-¿Española? -contesta la mujer cambiando el idioma de la conversación.
-Ahá. Bueno, legalmente ya no... pero sí. ¿Y tú? ¿Cómo en una carretera perdida de Arizona?
-Pues... ya ves. Alguien me habló una vez de una idea absurda... -y continuó la frase, al ver la extrañeza con la que su interlocutora la miraba- No sé, huídas adolescentes...
-Cuenta, cuenta, tengo tiempo.- le instó ella.
-Bueno, alguien me habló de Arizona como escapatoria. Lo decía en broma: si la vida le iba mal, lo pensaba dejar todo y se iría a ser camarera de carretera.
-Oh.. qué interesante.- añadió ella sin dejar de trastear con el café.
-¿Es un poco lo que hiciste tú?
-Mmmm, puede... jaja, no sé... ¿por qué has venido?
-¿Haces algo esta noche? He oído a unos ahí fuera que hay una fiesta con cerveza barata en un bar cerca de aquí.



 Ella suspiró. -Llévame a casa, anda.
-¿Qué es ahora casa, después de tanto tiempo?
-Tú.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Bovarisme.

La conocí una noche de verano, sentada en una terraza. Soplaba una ligera brisa en aquella ciudad de costa. Estaba sola, y me fijé en ella al verla de espaldas con una chaqueta demasiado gruesa para una noche de julio. Me senté en la mesa de al lado y la miraba de reojo mientras tomaba un helado. Ella tenía un café entre las manos, agarraba la taza con un ademán invernal, como si tuviese las manos frías, y movía los pies agitando su vestido, en un gesto inquieto, pero inconsciente. Tenía los ojos tristes y la mirada perdida. Cogí mi tarrina -nunca me han gustado los cucuruchos- y pedí permiso para ocupar una silla en su mesa. Dijo que sí, taciturna, con una de esas sonrisas apresuradas que les salen a los que cruzan universos en milésimas de segundo. Me sentía con ganas de ser agradable, así que me esforcé en mantener una conversación. Ella, aunque siempre muy correcta, no me contestaba con gran elocuencia. Se limitaba a ser cordial, en lo que yo creía vislumbrar un gran intento por permanecer en esta realidad y no en la que estuviese cruzándosele por la mente. Acabó contándome muchas cosas en lo que duró su café y se derretía mi helado. Me contó lo que había estudiado, a qué se dedicaba. Me explicó que había ido a parar a una ciudad que recordaba de su juventud, donde había pasado varias vacaciones con algún amor lejano del que ya no podía evocar sus ojos. Me dijo sin mirarme que una vez se sentaron donde yo estaba ahora. Me habló de su vida, de sus sueños y de que ya no creía en ellos; que se dedicaba a viajar y a imaginar historias, que ni siquiera escribía.



Pero de toda su curiosa historia lo que más captó mi atención, y aún sigue erizándome los poros, fue cómo justificó su gruesa chaqueta aquella noche de julio. Decía que tenía un frío atrincherado en la espalda. Un frío de soledad que no se le iba nunca, y que le provocaba escalofríos cada vez que soplaba el viento. Así que en verano se abrigaba y en invierno huía. Cuando se le quedó frío el café,  se levantó y me dijo sonriendo:  ''Siempre tuve complejo de Madame Bovary'' a modo de disculpa y se fue, dejándome solo, y agitando el vestido mientras se alejaba.

viernes, 6 de septiembre de 2013

...de la misma materia que los sueños.

¿Crees a Shakespeare cuando dice que estamos hechos de la misma materia que los sueños? Es mi argumento de autoridad, ya que de mí no te fías. Yo no sé de qué estoy hecha, de ceniza y barro, quizás, pero me jugaría (besos en) el cuello y el último pasaje a Venecia que tú sí que estás hecha de sueños. Que te tejes entre filigrana abstracta y te condensas en vapor de suspiros. Que estás hecha de aire, porque sabes ser etérea, y tienes algo de tierra y barro, que es lo que te hace estar conmigo. Eres tormenta cuando te desatas, y una vez te pedí que fueses sueño y filosofía, sin saber, o intuyendo, que ya lo eras. ¿Ves? Por ti misma, y no porque yo te filtre de ningún modo. No soy yo la que te hace de plata a la luz de la Luna. La que crea poesía con el humo que exhalas, yo solo te miro.

No sé de qué más estarás hecha para ser metonimia de sueño, pero cada vez que me besas, nacen sinestesias de colores que aún no existen. A lo mejor es eso. Que no sé de qué estás hecha, pero te puedo  intuir con los ojos cerrados. Que es más fácil verte con las manos, y que la única forma de leerte es recorrer cada centímetro de tu piel desnuda con mis dedos. Que tocarte es un desafío a la inmortalidad, porque nunca sabré si esa será la última vez que lo haga antes de que te desvanezcas como las alas de una mariposa.

Y con toda experiencia de los que llevamos una vida soñando, sé que debo darme prisa: besarte como si fuese la última vez que lo hago, mirarte como si no te hubiese visto nunca, hacerte mía en todas las esquinas de esta ciudad, y que me muerdas los labios todos los días para ver si despierto.

 

En cualquier caso, tú eres sueño, y la vida también. Creo que eso lo explica todo.